El viento trae aires de mar adentro. Una brisa dulce y salitrosa a la vez envuelve los cuerpos tendidos al sol. Hay una quietud de tiempo más allá del tiempo y un silencio apenas desmentido por la lejanía de algunas voces.Mis pasos van marcando la arena milenaria con la regularidad de sus huellas. Su dibujo serpenteante atraviesa las dunas en dirección a la playa.
La distancia de un paso con el siguiente desmiente la proximidad y agiganta entre pisada y pisada el salto hacia otra cosa. Tiempo y espacio se conjugan en mí. Voy olvidando los mandatos sociales, los años sumados a mi piel, las convenciones, y me aproximo a la frontera que separa las ataduras de la libertad. Avanzo reconociendo el límite al mismo tiempo que lo voy borrando. ¿En qué momento atravesaré la línea? ¿Dónde estará, en medio de todas estas pisadas simétricas, aquella que señale la distancia infinita de mí hacia mí misma?
Camino un poco más, y ahí, tan sólo unos cuantos metros más allá, me permito por primera vez reconocer mi desnudez frente a los otros. Voy quitándome la ropa como quien arroja al mar un pesado lastre. Las prendas van perdiendo sus formas, inertes, olvidadas de mí, innecesarias. Siento que participo de una danza primitiva, inaugural, una especie de rito iniciático, en el que juntamente con estas vestimentas dejadas a un lado, se van soltando otras amarras, menos visibles pero más fuertes que los simples lazos que sostenían mi corpiño.
Me reclino sobre la arena; aún me cubre el peso de todo lo aprendido. Desnuda, y ovillada sobre mí misma, percibo la insistencia de mis piernas por replegarse para ocultar lo que siempre ha permanecido esquivo a la mirada de los otros. Sin embargo, los resabios del combate interior poco a poco van cediendo bajo el hechizo de esta brisa. Todo es increíblemente simple, natural como mi propio cuerpo que se va convirtiendo en una extensión de la playa, en una parte del agua, en un contorno delimitado por este sol dorado de fines de febrero abrazándome a pleno.
Descubro en la serena calidez de mi respiración al ritmo de las olas, una nueva manera de percibirme; voy dejándome ser en una plenitud que me excede y abarca cada arista próxima o remota de esta eterna tarde de verano. Me siento liviana, casi etérea y al mismo tiempo más corporal que nunca, fuera de complejos, de vanas apariencias, de prejuicios de edad.
Extraña paradoja ésta, de mostrar el cuerpo, y de sentir al mismo tiempo, que uno se libera de él en el olvido del afuera. En mi interior desbordan emociones contenidas; la vigilia de los sentidos a flor de piel; la desnudez del alma donde converge tanta necesidad de desaprender y volver a nacer fuera de los miedos a la mirada del otro; fuera del juicio que hace centro en el supuesto defecto propio y ajeno; fuera de comparaciones y exigencias.
La tensión inicial le ha cedido su lugar a la calma, y todo mi cuerpo está en armonía; íntegro; completo. Participo de la sensación de libertad que se deja percibir en cada uno de los movimientos de las personas que van y vienen; de las que cómodamente conversan o de las que simplemente están al sol.
Ya me siento parte; me animo a ponerme de pie, despojada ya de todos los vestuarios vestidos para las innumerables ocasiones de la vida.
Comienzo a caminar de nuevo, una más o una menos, entre toda esta gente. Los pasos se multiplican otra vez en una sucesión de huellas. Miro hacia atrás y las veo. Mis pisadas se cruzan y confunden con una infinidad de muchas otras perdidas hacia el borde espumoso del mar, hacia las dunas, hacia el camino que cada quien escribe sobre su propia arena para unirse con ese ser desnudo que habitamos y que siempre hemos sido desde el momento mismo de nacer.